Historia
El declive de Moi y la Constitución (2000-)
El presidente Moi finalmente abandonó el cargo en diciembre de 2002 después de un proceso electoral pacífico. El nuevo presidente electo fue Mwai Kibaki, líder de la multiétnica National Rainbow Coalition (NARC), que logró derrotar al KANU por primera vez en la corta historia democrática de Kenya. El resultado fue una sorpresa para muchos, en especial por el hecho de que el candidato del partido gobernante era en esta ocasión Uhuru Kenyatta, hijo del Mzee. Kibaki centró su mensaje en la lucha contra la corrupción, pero las rivalidades internas pronto estallarían y el NARC se escindiría con ocasión del proceso constitucional. Algunos políticos del gobierno abandonaron el NARC y se aliaron con el KANU de Kenyatta para formar el Orange Democratic Movement (ODM), que se opuso al nuevo borrador de la Constitución y recabó el suficiente apoyo popular para tumbar la propuesta en el referéndum de noviembre de 2005.
En un ambiente de agitación, Kibaki fue reelegido en diciembre de 2007, en un proceso que desencadenó dos meses de violentos disturbios promovidos por los seguidores del ODM, quienes bajo el liderazgo de Raila Odinga acusaron de fraude al gobierno de Kibaki. Unas 1.500 personas murieron y el turismo en Kenya se desplomó. Gracias a la intervención de Naciones Unidas en febrero de 2008, se firmó un acuerdo de reparto del poder en virtud del cual Odinga ascendía al gobierno en calidad de primer ministro. Finalmente, en agosto de 2010, se adoptó la nueva Constitución, que establecía la supresión del cargo de primer ministro tras las próximas elecciones presidenciales que tendrían lugar el 4 de marzo de 2013.
A pesar de los cambios políticos, Kenya es hoy un país en el que no hay demasiado lugar para la esperanza. Su imagen proyectada de prosperidad económica, junto con las imágenes idealizadas de una silueta de Nairobi dominada por los rascacielos, inducen a los turistas a imaginar una Kenya que contrasta drásticamente con la realidad que descubren durante sus viajes. Muchos turistas occidentales confiesan sentirse apabullados por el descubrimiento de una pobreza que supera en mucho sus expectativas, incluso con el hecho innegable de que el mandato estricto y autoritario del KANU logró dotar al país de una riqueza económica superior a la de sus vecinos. Pero bastan un par de horas en Kenya para comprender que este nivel de prosperidad está muy desigualmente distribuido.
La corrupción continúa siendo el gran desafío. Kenya aún se sitúa en el puesto 154 de un total de 182 países en el mundo en el índice de corrupción global de la ONG Transparency International, con una nota de 2,2 sobre 10 y sin cambios apreciables en los últimos años, pese a la cruzada de Kibaki contra la corrupción. Esta lacra está presente y visible en todos los niveles de la administración pública, desde los sillones del gobierno hasta los funcionarios de a pie. Un ejemplo paradigmático es el masificado Aeropuerto Internacional Jomo Kenyatta, diseñado en 1958 para un tráfico de 2,5 millones de pasajeros al año y que ahora soporta el doble de esa cifra, para disgusto de los viajeros que aterrizan en unas instalaciones repletas y sucias con interminables colas de inmigración. Desde 2006 se han anunciado planes de expansión para la construcción de una nueva Terminal 4 con el apoyo financiero del Banco Mundial, pero parece que el progreso del proyecto es nulo debido a la apropiación indebida de fondos y la corrupción, según fuentes internas citadas por artículos de prensa.
El índice de crecimiento de la población, que solía ser el mayor del mundo, parece haberse moderado en los últimos años. Pero todavía con un 2,44%, Kenya se sitúa en el puesto 29 del mundo. La población se ha multiplicado por más de cuatro desde la independencia, de los nueve millones en 1964 a los 43 millones estimados en julio de 2012 (datos de CIA World Factbook). Se requerirían espectaculares niveles de desarrollo económico para mantener una calidad de vida aceptable para una población en semejante expansión, pero al contrario, las condiciones de vida son peores hoy de lo que eran en 1980, según algunos índices.
La balanza comercial de Kenya es negativa y la dependencia de la agricultura deja a la economía keniana al albur de los caprichos climatológicos. Las sequías han conducido al país a situaciones críticas, con la aparición del fantasma de la hambruna en las regiones más secas, las restricciones de agua y la invasión de las granjas por los maasais en busca de pastos. El suministro de energía depende mayoritariamente de plantas hidroeléctricas, por lo que las temporadas de sequía extrema imponen cortes de electricidad de devastadoras consecuencias en la economía. A veces los años de buenas cosechas compensan los de lluvias escasas, pero las instalaciones de almacenamiento son insuficientes e inadecuadas para hacer frente a los malos tiempos. Aún más, el grueso de las exportaciones corresponde a productos agrícolas, lo que deja al país en situación vulnerable a las fluctuaciones en los precios de los mercados. El desarrollo económico depende en gran medida de la ayuda humanitaria, el desempleo está desbocado, la burocracia es kafkiana y los salarios no pueden con la inflación.
Kenya ha logrado erigirse como un actor principal en el competitivo mercado turístico, que ha desempeñado un papel fundamental en el crecimiento. Una gran parte de este logro se debe a todos aquellos que han luchado por la conservación medioambiental en un país donde la propiedad de la tierra es una gran cuestión pendiente y donde el desarrollo sostenible aún es una utopía. Pero el turismo es extremadamente sensible a la inestabilidad social y política. Los disturbios posteriores a las elecciones de 2007 causaron un colapso de los ingresos turísticos, que se recuperan a marchas forzadas, pero la violencia étnica, el bandidaje, la caza furtiva y la creciente amenaza terrorista de al-Shabaab, la rama somalí de al-Qaeda, son afiladas espinas que se clavan en los neumáticos del poderoso, aunque frágil, sector turístico keniano.
El problema de la tierra es un gran asunto pendiente de la economía keniana. Tanto Kenyatta como Moi prefirieron pasar de puntillas sobre esta cuestión y nunca implementaron cambios reales para favorecer a los campesinos desposeídos, que se vieron obligados a emigrar a las grandes ciudades para nutrir los 'slums', los suburbios de chozas. Tras las invasiones de las granjas coloniales en Zimbabwe, que comenzaron en 2000, algunos activistas kenianos como el exdiputado Stephen Ndicho buscaron un paralelismo por el que trataron de inducir a los kenianos empobrecidos a hacer lo mismo. Pero no existe tal paralelismo, ya que en Kenya la mayoría de los grandes latifundios están en manos de africanos negros, la nueva clase dirigente nacida tras la independencia. Según Wikileaks y otras fuentes, el expresidente Moi se apropió ilícitamente de más de 2.000 millones de dólares de dinero del estado y amasó una fortuna similar a la de dictadores africanos como el zaireño Mobutu Sese Seko. Sin embargo, es extremadamente improbable que Moi llegue jamás a ser juzgado por ello. Y con todo, aún el discurso victimista demagógico contra los blancos está profundamente enraizado en la política y la sociedad kenianas, medio siglo después de la independencia.
Hoy, los hijos y nietos de los luchadores del Mau-Mau son tan pobres en el país del hombre negro como sus mayores lo fueron en el país del hombre blanco.
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